viernes, 10 de diciembre de 2010

EL DÍA EN QUE MARITO SE CONVIRTIÓ EN MARIO VARGAS LLOSA


Por: Juan Cruz Ruiz/Clarín.Com

Hay algo especial en el escritor que este año ganó el Nobel de Literatura: jamás dejó de crecer, pero hubo un momento específico, un instante, en que dejó de ser Marito para convertirse en Mario, a los diez años, cuando conoció al padre, y cuando dejó de ser Mario para resultar Vargas Llosa, y fue cuando tomó el avión de Lima a París, cuando tenía menos de veinte años y decidió ser escritor de tiempo completo.

Pero no ha abandonado ni a Mario ni a Marito. Otro momento en que las cosas se le pusieron recias y tuvo que templarlas fue cuando perdió las elecciones peruanas, que se le enquistaron como una gangrena y le atenazaron la garganta.

Entonces ya no era Marito ni Mario ni Zavalita, ahí tuvo que apechugar con el nombre completo, y tuvo que desanudar su historia, que vivía momentos peligrosos para él, para Mario Vargas Llosa el escritor.

Todas esas identidades están en el Mario de hoy, quiero decir, de hoy mismo, cuando recibe de manos del Rey de Suecia el premio más importante que se da a un escritor en el mundo.

Su obra, que procede del talento, aunque él no lo crea, pues considera, con Flaubert, que hay que trabajar a destajo si no se tienen talento o imaginación, y por eso trabaja tanto, vivió en ese momento de la derrota un punto de inflexión, un punto y coma, un punto y aparte; hubo un instante de estupor que arregló, como siempre, escribiendo; es legendario ahora que la obra que le salvó fue El pez en el agua , su ajuste de cuentas con el pasado, el libro, por otra parte, del que parte su discurso de Estocolmo.

Ese libro tiene, en cierto modo, la estructura del propio discurso: voluntariamente dividió su vida en dos, la que tuvo como muchacho que conoce a su padre, pierde el paraíso, insiste en la escritura, y un día se va a París, a ser escritor; y la del hombre que recibe la llamada política, trata de contribuir al rescate de su país, que está en una crisis máxima, deja todo lo que tiene y se impone, con su familia y sus amigos, una tarea titánica, y fracasa en el intento; entonces, herido, desfallecido y roto, se va a París otra vez, vuelve a la literatura.

Tuve la fortuna, digámoslo así, de encontrarlo justamente en París ese día del regreso, y doy fe de su estado: ojeroso, enflaquecido, aquel hombre de hace veinte años tenía en ese momento preciso los años que tiene ahora, es decir, veinte años más. Pero estaba en París, estaba reconstruyendo su vida. Era a la vez Mario, Marito y Zavalita, pero era, se proponía ser, Mario Vargas Llosa.

Su resurrección fue el resultado de un trabajo metódico, de una constancia y una paciencia flaubertianas: salió de la tragedia con Lituma en los Andes , con una obra de teatro y, sobre todo, con El pez en el agua.

Se enfrentó, con un espíritu combativo que ahora ha resucitado en su discurso, a todos los que lo despreciaron por haber abandonado posiciones marxistas y por haber abrazado, como si no fueran su derecho lo uno y lo opuesto, convicciones liberales y democráticas; y reemprendió con denuedo la reconstrucción del novelista que luego daría a la estampa, en una época en la que ya era plenamente Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo , su gran éxito nórdico, por cierto, según sus satisfechos editores.

Esa reconstrucción fue básica para que los académicos del Nobel volvieran a tenerle en la lista en la que apareció en los años ochenta, muy al principio, según todas las evaluaciones.

Ahora está aquí, es premio Nobel, y nadie se lo disputa, ni siquiera los mezquinos que desde su pequeñez miden a Mario Vargas Llosa como si éste no fuera el resultado de un admirable esfuerzo que a él mismo lo tiene como espectador y crítico a la vez de tres personajes de su propia historia: Mario, Marito y Mario Vargas Llosa, un tipo que, como le dice su admirable mujer Patricia, “sólo sirve para escribir”.

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