Por León
Trahtemberg
Hay padres de jóvenes de 15-18 años que se
muestran muy ansiosos por la elección vocacional de sus hijos, considerada
determinante para su vida futura. Buscan cuanta ayuda profesional esté publicitada
y prestigiada, incluyendo evaluaciones vocacionales complejas, con la intención
de acertar en dicha elección. Suponen que “equivocarse” implica una pérdida de
tiempo, dinero y oportunidades para acumular rápidamente los peldaños precisos
para triunfar en la vida profesional. A su lado hay padres de jóvenes mayores
de 20 años que observan cómo sus hijos que eligieron tempranamente y “con toda
seguridad” la universidad y carrera a seguir, llegados a esas edades aún están
deambulando de una universidad o profesión a otra, confundidos, insatisfechos,
frustrados por no encontrar su lugar y especialmente por “haber perdido el
tiempo” (y decepcionado a sus padres) en algo que no despertaba su pasión.
Lo que ocurre
es que la premisa de que los jóvenes de 15-18 años están listos para elegir la
carrera en la que se desempeñarán por el resto de sus vidas es equivocada.
Una pequeña minoría logra una elección consistente
en el tiempo. La gran mayoría necesita tiempo para explorar, navegar, acumular
experiencias, ensayar opciones, independizarse de los mandatos familiares o los
estereotipos profesionales, hasta finalmente descubrir qué es lo que realmente les apasiona; que es aquello de lo
que disfrutan trabajando cotidianamente
y en lo cual les encantaría mantenerse un tiempo como profesionales.
Así como el
apremio de los padres por que sus hijos aprendan a leer y escribir o las matemáticas básicas a los 5 años
mayoritariamente daña emocional y académicamente a sus hijos, o hacerlos jugar
fútbol a edades muy tempranas los daña en su desarrollo físico y psicomotor,
del mismo modo presionarlos para que elijan una opción vocacional definitiva a
los 15-18 años los carga de ansiedad, angustia, confusión, presión, que solo se
resuelve escogiendo algo que deje contentos a los padres, hasta que se den
contra la pared y descubran que lo que eligieron contenta a otros pero no a
ellos mismos.
A propósito de
la variabilidad de criterios que existen en los jóvenes a la hora de marcar sus
preferencias vocacionales, hay un estudio de Sheena Iyengar y Rachel Wells de
la universidad de Columbia (2010) que habla de cómo cambian las prioridades de
los alumnos cuando egresan de la universidad y deben elegir su primer empleo.
Le pidieron a cientos de egresados del
college que describan lo que considerarían su empleo ideal en tres momentos
diferentes dentro del lapso entre 6 y 9 meses que les tomó desde la búsqueda
inicial hasta ubicarse en el empleo satisfactorio. En cada ocasión les dieron
los mismos 13 indicadores para que los ordenen según prioridades. Estos incluían:
altos ingresos, oportunidades para avanzar, seguridad en el trabajo, oportunidades
para ser creativos y libertad para tomar decisiones. Encontraron que los egresados sistemáticamente
cambiaban su orden de prioridades a lo largo de los meses, volviéndose más
pragmáticos conforme se acercaban a la decisión final. Por ejemplo al principio
valoraban más la “libertad para crear” o “tomar decisiones” (más idealistas);
con el paso del tiempo valoraban más “oportunidades para avanzar en la carrera”
y en el último tramo valoraban más la “más alta remuneración” (más pragmáticos,
debían devolver los créditos educativos, etc.).
Algo parecido
ocurre en el terreno vocacional. Con el paso del tiempo los jóvenes van cambiando sus criterios respecto a los
estudios universitarios y eso los lleva a querer cambiar de carrera o universidad, hasta encontrar
su lugar óptimo. Sin embargo, si en ese proceso chocan con la incomprensión y presión
familiar o les falta el coraje para cambiar de rumbo, resignándose a mantenerse
en lo que fue primera prematura elección, estarán muy poco motivados y cargados de sentimiento
de frustración y culpa. Eso los llevará a ser estudiantes mediocres y a atacar a
todos aquellos que los forzaron a elegir tempranamente una opción y mantenerla
luego en tiempo. Eso no augura un buen desarrollo profesional y tampoco una buena
relación padres-hijos en ese tramo de sus vidas. Es bueno que los padres
acompañen a sus hijos, pero no que les impongan sus preferencias en la decisión
vocacional.
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