Aunque no seamos muy conscientes de ello, todos
los días tomamos cientos de decisiones.
Desde
las más simples y cotidianas –tanto que ni nos damos cuenta de que son una
decisión- como decidir el desayuno, la ropa que nos vamos a poner o qué canal de
televisión ver, hasta las más responsables y decisivas, que, muy a menudo,
aplazamos una y otra vez.
A veces
las aplazamos tanto que para cuando vamos a tomarlas, ya es tarde. En algunos
casos no tomamos la decisión porque no estamos seguros de que vayamos a hacerlo
de un modo acertado, y preferimos dejar la responsabilidad a los otros, o al
destino, porque de ese modo, ya tenemos a quien culpabilizar si el resultado no
es el mejor.
A todos
nos resulta más fácil ver las soluciones a los problemas de los demás que los
nuestros propios, y eso es debido a que en las decisiones en las que estamos
involucrados nosotros, como están en juego nuestra economía, nuestra estabilidad
emocional, y nuestros sentimientos, estamos absolutamente condicionados por el
hecho de que no queremos salir perjudicados con la decisión que
tomemos.
Con la
agravante de que, en algunos casos, no nos perdonamos los errores. Si tomamos la
decisión incorrecta, después tenemos que aguantar los propios reproches
continuos –cuando no algún auto-castigo más grave- y nos miramos con mala cara
cuando nos encontramos en el espejo.
La vida
entera es una continua sucesión de decisiones.
Cuando
sólo hay una opción de elección, entonces no es una decisión, pero en muchas
ocasiones hay varias opciones y entonces, desconectados de nuestro centro, o
porque no nos conocemos realmente, acabamos por no saber qué es lo que de verdad
queremos o lo que nos conviene.
Decidir
siempre implica quedarse con una cosa y descartar las demás. Renunciar a las
demás. Ahí está el problema. Hay muchas cosas que no queremos perder, pero… no
nos podemos quedar con todas.
Una vez
que se ha hecho la elección ya no sirve de nada estar lamentándose o haciéndose
reproches.
La
dificultad de elegir está muy condicionada por el miedo a equivocarnos, o ser
rechazados o reprendidos. Para hacerlo bien, es imprescindible tener una
autoestima bastante asentada, de modo que sea cual sea la decisión tomada, y sea
cual sea el resultado de ella, no acabemos culpabilizándonos y penalizándonos
por ello.
Como ya
sabemos, los errores –que no deberíamos llamarles errores sino experiencias cuyo
resultado no fue el esperado, aunque sea más largo- siempre tienen, por lo
menos, un lado positivo, una lección, y en el caso de las decisiones cuyo
resultado no fue el esperado, nos sirve para no hacerlo de ese modo la próxima
vez que se presente una situación similar.
Nuestras
elecciones no siempre las tomamos mirando nuestros intereses, sino que, a veces,
nos importa más la opinión de los demás, y su aprobación, y por eso no las
hacemos estando de acuerdo con nosotros mismos, sino mirando el hacer lo que se
espera de nosotros.
Esto
también lo hacen los que no confían en sí mismos y creen que los demás saben
más, y estarán más acertados, aunque en este caso también se vuelve a repetir,
de un modo inconsciente, el hecho de dejar que sea otro quien tome la decisión
y, de ese modo, si no es acertada uno puede eludir la responsabilidad
culpabilizando a quien tomó la decisión. Él se equivocó, y no yo, pensará, y
aunque diga con la boca pequeña que no volverá a hacer caso a los demás, lo hará
nuevamente, porque en el fondo le resulta mejor hacerlo de este modo que tomar
sus propias decisiones.
En lo
que hay que pensar es que tenemos que usar nuestro derecho a elegir por nosotros
mismos. El miedo a decepcionar a los demás o a perder su estima nos puede llevar
a escoger buscando su aprobación en vez de actuar conforme a nuestros propios
deseos y defendiendo nuestros derechos.
Al tomar
decisiones, uno debiera escuchar qué le parece a su interior, si uno se siente
bien con ella, y si es la que realmente desea, sin importarle otras opiniones,
aunque no negándose a escucharlas por si le pueden confirmar la propia o
mostrarle algo en lo que no había reparado.
Pedir y
escuchar muchas opiniones -salvo que coincidan exactamente entre ellas, que no
es lo habitual-, generalmente es poco recomendable, porque lo más normal es que
uno se encontrará más confundido al ver más opciones. Es mejor escuchar lo que
dice quien nos ha demostrado tener un criterio fundamentado y capacidad de
discernimiento.
Ser lo
suficientemente flexible como para escuchar otros puntos de vista, pero no tan
voluble como para dejarse arrastrar por cada opinión nueva.
Está
bien escuchar a los otros, pero lo que hay que hacer con ello es escucharlo,
volver a las ideas propias, retomarlas, y confrontarlas con las
ajenas.
No
escuchar a los demás puede hacernos caer en un egocentrismo en el que uno se
considera el único inteligente, iluminado, y eso puede ser una incorrección. El
apego a las propias creencias dificulta la visión de otras verdades. Si uno
descubre estar equivocado, sería una estupidez seguir insistiendo en la misma
idea o postura.
Las
decisiones importantes, que son más habituales de lo que creemos, debieran ser
tomadas de un modo muy sereno, dedicándoles el tiempo necesario –pero sin
aplazarlas- hasta encontrar aquella que cumpla la mayoría de nuestras
expectativas o el total de ellas.
Para
ello es conveniente, además de tiempo, encontrar la calma y el amor interior.
Amor y respeto hacia nosotros mismos y nuestras decisiones. Así es el primer
paso. La calma y el amor nos ayudan a confiar en nuestra capacidad de
elección.
Cuando
se toma una decisión no hay que tener miedo a equivocarse; la posibilidad de
equivocación va implícita en cualquier decisión, es un riesgo a asumir, y, por
eso mismo, si sucede de ese modo hay que responsabilizarse de ello y
aceptarlo.
Siempre
es mejor que quedarse paralizado por el miedo.
Si una
decisión la tomamos porque se aproxima al hecho de poder satisfacer nuestras
necesidades, en principio es correcta.
A veces,
y sin saber por qué, sin poder explicar racionalmente por qué, sientes un
impulso que te apunta hacia una de las opciones.
Eso es
la intuición.
Cuando
no tengas claridad mental para resolver, confía en tu intuición. Sigue tu
instinto. Confía en tu inteligencia irracional, que está acostumbrada a analizar
las situaciones de forma rápida, y, aunque no es eficaz en el cien por cien de
las ocasiones –como tampoco lo es tu mente- por lo menos te evita dar los mil
rodeos que das y ser resolutivo cuando hace falta.
La
intuición, está demostrado, es otra forma de inteligencia, y actúa sin analizar
la totalidad de la información disponible y eso, en muchos casos, es mejor
porque el exceso de información conduce, a veces, hacia la confusión. En vez de
analizar todos los pros y los contras, considera sólo la información relevante y
desecha el resto.
Aunque
no lo sabemos, muy a menudo lo que hace nuestra intuición es mostrarnos la
respuesta y entonces nuestra mente, inmediatamente, se pone a la tarea de buscar
los argumentos para justificar esa decisión de un modo racional. Acabamos
creyendo que ha sido obra de la mente, y nos quedamos más
tranquilos.
Intuir
significa, literalmente, “observar hacia adentro”. Escuchar la intuición es
preguntar “adentro” qué es lo que queremos. Y ese de “adentro” es mucho más
fiable que el de “fuera”, porque es más sincero y está menos condicionado y
confundido.
Se dice
también que la intuición es la parte de nuestro ser que nos dice lo que deseamos
hacer.
Confiar en la intuición
supone enfrentarse a la mente. La intuición es muy rápida, tarda una milésima de
segundo en dar su
veredicto, porque no tiene que perder tiempo en razonarlo. La mente es un poquito más lenta, porque tiene que elaborar la respuesta que considera adecuada, y ratificarla, y para eso tiene que entretenerse en descartar un montón de posibles respuestas.
veredicto, porque no tiene que perder tiempo en razonarlo. La mente es un poquito más lenta, porque tiene que elaborar la respuesta que considera adecuada, y ratificarla, y para eso tiene que entretenerse en descartar un montón de posibles respuestas.
La
mente, reina indiscutible de todas las decisiones durante toda nuestra vida, no
quiere perder su hegemonía a manos de algo que actúa, a su entender, de un modo
inconsciente, de modo que es muy posible que se ponga a rebatir las opiniones de
la intuición. Le dirá que no puede ser tan fácil tomar una decisión, que hay que
meditarlo largamente, que hay que valorar lo que está a favor y en contra, que
hay que verificar que no se olvide tener en cuenta ninguna variable posible, que
las cosas no se pueden solventar a la ligera, ni las decisiones se toman
alegremente. Dirá de la intuición que es una inconsciente, en el peor sentido de
la palabra.
La
intuición no tiene miedos pero la mente sí.
Si has
de tomar una decisión urgente, confía plenamente en tu corazón y en tu
intuición, que te dirán lo mismo.
Hay un
error bastante común a la hora de ponerse a tomar una decisión y es la de
comenzar la tarea cuando ya se tiene una idea predeterminada, y en realidad no
buscamos otra opción, sino que buscamos la justificación a lo que ya tenemos
casi decidido. Esto, si se hace sabiendo lo que se hace y buscando la
confirmación a lo que creemos adecuado, no es malo; lo malo es no darse cuenta
de ello y arrastrarnos en el error, porque estamos descartando el resto de las
opciones, entre las que se podría encontrar la adecuada.
En
cualquier caso, incluso antes de empezar a tomar una decisión, has de ser
consciente de que uno de los peligros con los que te encontrarás es el miedo al
fracaso, y el perfeccionismo querrá buscar que sea cero el porcentaje de error.
Antes de ponerte a pensar en la decisión que has de tomar, asume que por mucho
que analices, valores o preguntes, siempre quedará alguna posibilidad de
equivocarse y es necesario asumirlo de ese modo, porque si no lo haces así, la
otra opción es el bloqueo.
Y ya una vez tomada la
decisión, no ha terminado todo, sino que comienza otra parte que también puede
ser complicada, y es llevar a la práctica la decisión tomada.
Para que sea más fácil, es bueno recordar los motivos que nos llevaron a tomar esa precisamente, y no dejarse dominar por el miedo a haberse equivocado.
Para que sea más fácil, es bueno recordar los motivos que nos llevaron a tomar esa precisamente, y no dejarse dominar por el miedo a haberse equivocado.
Autor
Francisco de Sales
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